martes, 17 de diciembre de 2024

BABELICUS No 27

 

BABELICUS nº27

REVISTA LITERARIA EN ESPAÑOL - DICIEMBRE, 2024

ADMINISTRADORES: ADRIANA ALARCO, ELENA ZADRA, STEFANO VALENTE, CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR




A nuestros fieles y amados lectores:  Presentamos el número 27 de https://babelicus.blogspot.com/  

Contiene relatos en español para entretener a la familia y dar a conocer escritores hispanos de varias latitudes. Ruego a otros escritores interesados en publicar en Babelicus (grupo abierto en Facebook sin fines de lucro) que envíen sus colaboraciones, preferiblemente de no más de 1000 palabras, adjuntas en Word, a los administradores de la edición en español de la revista virtual, al correo: babelicus2021@gmail.com, junto con una semblanza del autor de cinco líneas. Quienes son publicados en la revista, luego de un escrutinio, no pierden sus derechos de autor. La revista es publicada en la página Babelicus de Facebook y se puede bajar del blog de Babelicus, indicado más arriba, donde se pueden encontrar todos los números de la revista.

 

Portada: Vendimia, óleo de Adriana Alarco de Zadra

 

ARGENTINA

ROLANDO MARTIÑÁ

PALABRA DE ABUELO

 

               Ayer me pasó algo divertido y por eso se los voy a contar. Yo estaba haciendo los deberes en la mesa del patio, bastante apurado porque me esperaban los chicos para jugar a la pelota en la vereda. Cada tanto le daba un sorbo a mi Toddy y subía un poco la radio para ver cómo iba “Tarzanito”. En eso, mi mamá me llamó desde la cocina donde ya había empezado a preparar la cena y me dijo que tenía que ir a la verdulería de Don José a buscar una “verdurita” para el caldo. Yo protesté un poco, pero no mucho, porque, si no, no me dejaban salir a jugar, así que le dije que terminaba unas cuentas y después iba.

               Así fue: tomé unas monedas, las apreté en mi mano derecha y salí disparando por el patio hacia la puerta de calle. Pero ahí, en el escalón, tomando el fresco como todas las tardes estaba mi abuelo Mingo, y casi me lo llevé por delante. Él era medio chinchudo de por sí, pero ahí se puso más, y empezó a rezongar, y me preguntó a dónde iba tan apurado. Yo, casi sin parar, le dije que iba a comprar verdurita, pero él, que era medio sordo, entendió “figuritas” y protestó más todavía, porque decía que ya había comprado ayer, que qué era eso de ir a cada rato al quiosco.

               Yo me largué a reír, pero seguí de largo hacia lo de Don José. Al volver con la verdurita, le conté a mi mamá lo que había pasado con el abuelo y ella se rio mucho, y también mis tías que andaban por ahí. Y como me parece un lindo tema libre de composición, se los cuento acá.

               ¿Qué les parece? Palabras más, palabras menos, esta fue mi primera “obra literaria”. Cuando la leyó también la maestra, se rio mucho y me pidió que fuera a mostrársela a la directora, la cual me llenó de elogios, y creo que fueron los primeros “quince minutos de fama” de mi vida. Pero quizá fueron algo más. Quizá fueron el principio de un puente tendido entre mi amor a la educación y mi amor a las palabras, quizá fueron el germen de una vocación, quizá fueron los primeros signos de la existencia en mí de un don que no debía desperdiciar: elegir bien las palabras e influir con ellas a los demás. Y, si fuera posible, con ternura y humor.

               Creo haber recibido el legado. Creo haber sido digno de aquel abuelo Mingo, aquel italiano analfabeto, pero músico y cantor, que había sobrellevado en su remota aldea italiana una infancia seguramente más dura que la mía, pero que me había transmitido, casi sin darse cuenta, sus propios dones. Y creo seguir cumpliendo en pasarlo a mis hijos y contemplar con júbilo cómo ellos lo pasan a los suyos, los nietos de este nieto agradecido, que cada vez que, como ahora, escribe algo o les cuenta un cuento, o simplemente tararea un aria de la Traviata, le rinde un homenaje al inefable abuelo Mingo, y también a tantos que, como él, se desvivieron para que pudiéramos vivir. Les juro que lo hago cada vez.

 

Rolando Martiñá, escritor argentino, docente, psicoterapeuta y escritor. Tiene publicados ocho libros de educación, tres de cuentos, una sola novela y su último libro digital “Los hijos del viento. Una historia de héroes, islas y princesas”. Podés conseguirlos escribiendo a librosdepapel2019@gmail.com En Instagram: @librerialibrosdepapel.

 

URUGUAY

CARLOS MARIA FEDERICI

¡GUAPO Y PORFIADO, EL HOMBRE!

 

LOS CUENTOS QUE SE LE OLVIDARON A LANDRISCINA: ¡GUAPO Y PORFIADO, EL HOMBRE!...

Don Luis, eximio cuentista,

se contó los mil y uno,

pero se le quedó alguno

fuera de esa larga lista.

Lo que don Luis no contó, tradición chaqueña.

(Se recomienda leerlo imaginándoselo relatado por el inimitable Don Luis).

 

Pa’ hombre porfiado, el paisano Aparicio. Y no solamente eso, no. Siempre quería tener “la última palabra” y, sobre todo, “no perder cara” en ninguna circunstancia.

Con decirle, mire, que cuando no tuvo más remedio que ir a la ciudad por unos trámites de su campito, de entrada encontró problemas. Claro, él estaba acostumbrado “al descampa’o”, como él decía; todo raso, ¿vio? Y en la ciudad se olvidó de los cordones de las veredas, y, claro, se “trompezó” con uno y se fue de cara al suelo.

Se hizo flor de corte en la frente, y lo llevaron al hospital, y ahí el enfermero que lo atendía se apiadó de su condición:

—¡Pero mire el agujero que se hizo, hombre! ¡Hay que mirar dónde se pone el pie!

Y él, medio tapado por los vendajes y medio dormido por los calmantes, todavía tuvo arrestos para “guapiar”:

—¡Zí..., pero ujté no vio la rajadura que le hize a la “vedera”!

Lo peor, sin embargo, fue lo que le pasó el día que fue al banco a retirar unos pesos.

De repente entraron tres encapuchados, con medias negras en la cabeza, tremendos revólveres y una “recortada”, y empezaron a gritar:

—¡Al suelo todo el mundo! ¡Esto es un asalto!

¡Pah!... Ahí fue el desparramo de la gente, que gritos por acá, que llantos por allá, y todos se tiraron al piso. Menos Aparicio, que, porfiado como buen paisano, se quedó paradito ahí en el medio del tumulto, diciendo:

—¡Yo no me tiro nada! ¡No lej tengo miedo a ezoz!

Uno de los que tenía al lado, en el suelo, le tiró del pantalón, susurrándole, muerto de miedo:

—¡Tírese, don, que lo matan! ¡Son capaces de todo!...

—¡Bah! ¡Me lleg’ a tocar alguno y ze va ’repentir! ¡No me tiro nada!

Lo vio el de la “recortada” y se le vino al humo:

—¿Qué tenés en las orejas? ¡Al suelo, dije! ¡Vamos, o…!

—¿O qué? ¡Tocame y te vaj a ’repentir!

Y ya le mandaron flor de culatazo con la “recortada”, que era bien dura, y ahí quedó el pobre Aparicio, despatarrado entre el montón.

En pocos minutos salieron disparando los asaltantes, y entonces el que estaba junto a Aparicio trató de reanimarlo, todo condolido:

—¡Pero, mi amigo! ¡Mire cómo me lo dejaron!... ¿Vio? ¡Yo le avisé!

Y Aparicio, más muerto que vivo por el golpazo, pero siempre porfiado, contestó:

—¡Ja! ¡Ze salvó porque no me tocó! ¡Que zi no…!

 

Carlos María Federici (Montevideo, Uruguay, 1941). Escritor profesional desde 1961. Publicaciones en revistas nacionales, americanas y europeas. Traducido a varias lenguas. Participé en antologías internacionales y tengo 13 libros publicados, siendo algunos de estas segundas ediciones de distintas editoriales (10 títulos originales). Se me otorgaron diversos premios en certámenes nacionales e internacionales.

 

ARGENTINA

FERNANDO SORRENTINO

ESTIMADO DON PABLO: ¿USTED PODRÍA EXPLICARNOS…?

 

Pablo Neruda escribió, entre otros muchos, el extenso poema “Alturas de Machu Picchu”, dividido en doce partes.  Yo logré leer la primera:

 

Del aire al aire, como una red vacía,

iba yo entre las calles y la atmósfera, llegando y despidiendo,

en el advenimiento del otoño la moneda extendida

de las hojas, y entre la primavera y las espigas,

lo que el más grande amor, como dentro de un guante

que cae, nos entrega como una larga luna.

(Días de fulgor vivo en la intemperie

de los cuerpos: aceros convertidos

al silencio del ácido:

noches desdichadas hasta la última harina:

estambres agredidos de la patria nupcial.)

Alguien que me esperó entre los violines

encontró un mundo como una torre enterrada

hundiendo su espiral más abajo de todas

las hojas de color de ronco azufre:

más abajo, en el oro de la geología,

como una espada envuelta en meteoros,

hundí la mano turbulenta y dulce

en lo más genital de lo terrestre.

Puse la frente entre las olas profundas,

descendí como gota entre la paz sulfúrica,

y, como un ciego, regresé al jazmín

de la gastada primavera humana.

2. Seré sincero. El hecho es que me hallaba segurísimo de que yo era, al menos, medianamente inteligente.

Pero el texto del poeta chileno estuvo en un tris de pulverizar la saludable autoestima de que continúo gozando hasta el día de hoy.

¿Por qué? Me hinco de rodillas y, con lágrimas en los ojos, urbi et orbi me confieso: el hecho es que no logro entender absolutamente nada del texto pergeñado por el Premio Nobel 1971.

Doy por sentado, probado, acreditado, certificado y homologado por autoridad competente que no sólo esta primera parte sino también todo el poema constituye un conjunto de admirables excelsitudes líricas. Sin embargo, como carezco de vocación, de capacidad y de paciencia para descifrar jeroglíficos, me abstengo de emprender tal misión –para mí– imposible.

Eso sí, me tomo la libertad de preguntarme si el mismísimo Pablo Neruda habría podido explicarnos qué nos quiso decir. Tal vez el triunfo habría coronado su cometido; tal vez habría fracasado en el intento…

 

Fernando Sorrentino nació en Buenos Aires en la primavera de 1942. Sus más recientes libros de cuentos son El crimen de san Alberto (Buenos Aires, Editorial Losada), El centro de la telaraña (Buenos Aires, Editorial Longseller), ambos del año 2008, Paraguas, supersticiones y cocodrilos (Veracruz, Instituto Literario de Veracruz, 2013), Problema resuelto / Problem gelöst (2014), edición bilingüe español/alemán (Düsseldorf, Düsseldorf University Press, 2014) y Los reyes de la fiesta, y otros cuentos con cierto humor (Madrid, Apache Libros, 2015).

 

ARGENTINA

LUIS DUARTE

LAGO EN EL CIELO

 

1

Los mocasines de Alejandro retumban en el largo pasillo del subte. A medida que avanza, la melodía de un saxo lo agiganta sin saber por qué, como la revelación de un simple deseo sumergido.

Cientos de personas indiferentes apuran el paso mientras ella, con los ojos cerrados, toca; espalda y talón besan la curva de la pared.

Alejandro se detiene: parece el peor ejemplar del mejor taxidermista. Sus sentidos son presa de un suave aturdimiento, y su ritmo cardíaco es un ciempiés elefante saltando sobre su cuarto chacra.

Ella termina el tema, abre los ojos.

Él aprecia cómo esa mueca de eternidad se aleja. Entre silencios, sus miradas conectan en los bordes de una ignota dimensión somática.

Aplaude. Debajo de su capa de estupor yace un hilo de pensamiento. Toda ella es un hecho artístico: boina jamaiquina, grueso collar de almejas azules, remera blanca con Bob Marley estampado, calzas verde loro, chatitas.

—Qué natural lo hacés —dice él secándose los ojos—. Te felicito. Es como si estuvieras hablando.

—Gracias… no hay que sufrir para tocarlo.

—¿Cómo te llamás?

—Astrid.

—Encantado, Alejandro.

—Gracias, señor. —Ella levanta el saxo.

—Esperá, esperá. —La voz le sale nerviosa—. Quiero invit… Quizás esto te parezca una locura. Mañana vuelo a Montevideo por trabajo y vuelvo en el día. ¿Te animás a tocar en las nubes?

Astrid se encoge de hombros. Luego dice:

—Vea, señor, yo jamás pasé de mi terraza en Lanús.

—Perfecto, te dejo mi tarjeta. Nada, por si me querés googlear. Nos vemos mañana, ¿sí? Acá mismo, ¿te parece? Bien temprano, a las ocho. Sólo te pido un favor: si no venís, avísame. La ilusión es veneno.

Astrid sonríe, se muerde el labio, mira el piso. Y toca un par de tonos sueltos.

—Pero, disculpe. Apenas lo conozco..., Alejandro.

—Astrid, el miedo no suma, siempre multiplica.

2

Alejandro aumenta la potencia del Cessna manteniendo el eje de la pista hasta alcanzar 300 pies. Guarda los flaps, reduce potencia. Sigue en ascenso. En los 500 pies, la avioneta se nivela, y él reduce a potencia crucero. Ya en recto y nivelado, compensa. Es una mañana ventosa, sin embargo, la avioneta vuela estable. Mientras, Astrid teje la melodía de una nueva conciencia que se esparce por cada rincón de la nave y se cuela en cada orificio. El tiempo no tiene opciones: transpira o sangra. La razón es un oso de peluche en un basurero.

Danzan las luces en la cabina. Los graves se intensifican, el vuelo rompe las nubes. Él mira la presión de los controles y percibe la suya. Astrid pone a respirar el saxo. Para lograr ciertos estados es necesario que la piel desconfíe de su memoria.

El Cessna sube en línea recta girando como un trompo. Los dos gritan. Las alas atraviesan el solfeo donde el ángulo de ataque es excesivo. Ella se aferra al saxo, sopla con fuerza. Cuando supone que están cerca del sol, Alejandro corta contacto con la torre de control. Apaga los motores. En ese segundo se respira distinto, es la música, es la convicción. Almas de un ojo que se miran entre sí.

Caen en picada en la zona del delta.

Alejandro levanta los brazos, dice que aterrizar es pecado. Ella toca, toca más, expulsa los años. Saben que han abandonado el cielo: ahora el suelo es más grande.

Termina el tema. Se miran con ojos reencarnados. Antes de que la nariz del jet se estrelle contra el agua, Alejandro la levanta. Callados, dan un par de vueltas. Él le dice que ahí abajo está el lomo del tigre, y ella sonríe.

Aterrizan.

En la parada del 60, se abrazan. Astrid sube y se sienta del lado de la ventanilla. La abre.

—Gracias —le dice a él que está abajo— me encantó. Otro día yo te invito a mi tren que hace Pueyrredón-Congreso de Tucumán. Pero…, es bajo tierra.

3

Alejandro activa la alarma del auto, entra en su casa.

Le es imposible abstraerse del olor a azafrán esparcido por el living y de las imágenes de los tres fugados de un penal de máxima seguridad que muestra la tele. Baja el volumen.

Oye a sus nenes jugar al Poliladron en la planta alta.

Aparece Corbata, y se para en dos patas sobre su pecho. Cuando intenta acariciarlo, el perro se baja, lo huele por todos lados. Le extraña que no le mueva la cola, como siempre. Finalmente, el perro se echa debajo de la mesa y lo mira fijo, muy fijo.

El sonido del saxo sigue en su hipotálamo.

Saco y corbata vuelan con fastidio al sofá.

Al darse vuelta, su mujer le da un beso, lo abraza con fuerza. Le dice que se lave las manos, que la comida está lista. Después, se asoma por la escalera y repite el pedido a los chicos.

La mujer les sirve a los nenes que no pueden sacar la vista de la tele, donde ahora hay dibujitos. A él le pregunta pata o muslo, mi amor. Se sirve ella y se sienta.

Antes de que Alejandro mastique el primer bocado, le pregunta:

—¿Y… al final fuiste a ver a tu hija?

 

Luis Duarte, escritor argentino, nacido en Lanús, prov. De Buenos Aires, en enero de 1969. Estudió periodismo y fue conductor del programa “Mano y contramano”, en FM La Tribu 88.7 mhz. Actualmente conduce su propio programa de radio “El Quijote En el parque”. El cuento que compartimos pertenece al libro “LaPtigazos del azar”. Sus otros libros son los siguientes: “La herradura de Freud”, 2013. “Fósforos gemelos”, 2014. “Latigazos del azar”, 2016. “Los guantes de Zaratustra”, 2018. “Rombos”, 2022. “Lagartijas”, último libro publicado en abril de 2024. Correo electrónico: Librosdepapel2019@gmail.com.

 

ARGENTINA

ISABEL HERNÁNDEZ

EL PAÍS DEL SILENCIO

 

Siendo muy niña, conocí el melancólico folklore del exilio y aprendí a escuchar verdades relativas enredadas en mentiras soberbias.

De la mano de mi madre, vi a mi padre cruzar la frontera sin mirar atrás, arrastrándose lento, con la pereza de un lagarto. Sospechaba que se iba para siempre, pero aún no sabía que dejaba atrás una tierra sin vida, sin aliento.

Más tarde, también cruzamos nosotras.

Lejos de la peste represora, de las legendarias juventudes militantes, lejos del país que no se puede olvidar, aprendí que el exilio es silencio. Sólo unas pocas voces fueron capaces de destruirlo, de quebrar el eco de los teatros de operaciones, de las masacres, del aullido de los campos de tortura, las pesadillas del sometimiento y la humillación.

Yo también rompí el silencio, muchos años después. Volví a Chile sola, con el corazón desbocado y sin imaginar que seguiría tragando fango en otro largo exilio interior.

Sólo me quedaba mi abuelo. Él vivía al sur de Santiago y yo lo visitaba muy a menudo. Había superado la barrera de los ochenta y los años habían conseguido convertirlo en un fantasma de sí mismo. Estaba lúcido, aunque yo sabía que su memoria desgastada pronto iba a morir. También sabía que entre nosotros había una profunda cercanía, una gran complicidad que ninguno de los dos se permitía admitir. Al menos era lo que yo creía.

Una tarde crucé el umbral de aquella casa familiar, los postigos estaban cerrados y el último tronco había muerto bajo las cenizas. Un silencio sombrío extendía su dominio. Fui hacia el único dormitorio habitado y allí estaba el viejo en su cama, muy cerca ya de su final. Lloraba silenciosamente, con la timidez de alguien que rara vez ha llorado en su vida.

Sus ojos habían perdido la luz. Su voz era seca, monótona. Movía los dedos con gracia persuasiva, como entregando a las palabras la forma convincente que no alcanzaba darles al pronunciarlas. Me señaló un mueble desvencijado y puso en mis manos una llave que sacó de entre sus almohadas.

—La caja verde.

Hizo una pausa y me clavó los ojos.

Durante lo poco que recuerdo de mi infancia en mi país, ese dormitorio era mi lugar preferido. Allí había escuchado muchas historias de esas que se mezclan y se olvidan. Historias que flotan en la bruma, vuelan con el viento o viajan a través de los años desfiguradas por el filo de las repeticiones. Pero detrás de esos cuentos de familia feliz, se escondía una cierta amargura que con el paso del tiempo había aumentado. Yo lo percibía sin entenderlo, porque el viejo era parco, ensimismado, aunque lo hostigara con un enjambre de preguntas. 

¿Cómo imaginar que ese ser tan querido, a quien sólo creía culparme de pecados irrelevantes, había construido una vida de ficción para esconderse? ¿Cómo entender que era parte del infierno, de la más silenciosa, grisácea y deprimente camada de miserables?

Abrí la caja.

Tenía en mis manos unas insignias que me quemaban los dedos.

Pensé en el sentido de toda esa basura y al principio me pareció trivial. Eran piochas con el nombre de mi abuelo, colleras, placas de un comando de fuerzas especiales, medallas militares, condecoraciones y todos los putísimos emblemas pinochetistas.

Hubo otro silencio. La voz del viejo se engrosó por la emoción.  

—Nadie lo sabía, nadie lo supo nunca. Yo sólo era un civil.

Lo interrogué con la mirada.

—Fuimos muchos los del comando. 

Se enturbiaba su voz entrecortada. Me asustaron sus palabras.

—Ahora dicen que los marxistas no eran delincuentes. Sí que lo eran.

Una hebra de saliva roía la comisura de sus labios. Era un cadáver prematuro, con una piel tan pálida que no llegaba a ocultar la sombra violácea de sus venas.

 

—Yo ya no quería más muertes, te lo juro, hijita. Los mandos me obligaron.

Tiritaba. Era una golondrina herida que al final del otoño sólo espera resignada el frío que inevitablemente la matará.

—Después vino el pacto de silencio.

Su corazón se descontrolaba. Había un arrastrar de piedras por su garganta, era el ronquido de la muerte.

—Me obligaron. Yo ya no quería más, ya estaba viejo… Pero me entrenaron bien y ellos sabían que yo lo hacía bien. Sabía reducir sin asco a los comunistas. Así era.  

Una mueca estúpida le deformó la cara.

—Ellos humillaban a la patria. Y al General querían verlo muerto.

Enarcó las cejas y sonrió.

—Primero el deber, segundo el deber, y tercero, que el deber quedara bien cumplido. —Puso los ojos en blanco.

—Nunca busqué honores, nunca. Y ahora busco tu perdón, ya no el de Dios.

En esas últimas palabras sentí el miedo o algo peor: el asco. La señal, la marca de su casta. ¿Qué hacer con la infamia? ¿Qué hacer con la confesión del que muere sobre unos cojines mudos, aplastado por el llanto amargo del remordimiento?

Ese querido viejo era un delincuente, un asesino de inocentes. Era el padre de mi padre, era un cobarde, un traidor. Se puede amar a un criminal, pero ese amor estará siempre enredado en la culpa, la propia y la ajena. Y desde el día después del funeral, volví a callar y a exiliarme para siempre en el país del silencio.

        

Isabel Hernández nació en Rosario, Argentina. Es antropóloga y narradora. Vive en Santiago de Chile. Ha publicado y recibido premios literarios internacionales en México, España, Colombia, USA, Argentina y Chile. www.isabelhernandezescritora.blogspot.com

 

PERÚ

CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR

DESPERTAR CALMO

 

Cuando desperté, el dinosaurio ya no estaba allí: había retornado al otro lado del espejo.

 

Carlos Enrique Saldívar (Lima, 1982). Codirige la revista El Muqui. Publicó los libros de cuentos Historias de ciencia ficción (2008, 2018), Horizontes de fantasía (2010), El otro engendro y algunos cuentos oscuros (2019) y El viaje positrónico (2022, en colaboración).

 

PERÚ

ALEJANDRO MAURTUA

MINI POLICIA

 

Mi nombre es Alejandro, tengo una hermana pequeña de nombre Isabella. Desde que nació me convertí en un mini policía en mi vida.

Ella es mi prioridad.  La estoy siempre cuidando para que ella esté segura.

Por ejemplo, me aseguro siempre que, cuando patina en su scooter, tenga su casco bien puesto.

También estoy chequeando que cuando cruza la calle esté atenta y también le enseño a ser amable con las personas. En mi colegio soy el vigilante y estoy detrás de todos para que se cuiden y estén seguros. Chequeo también el jardín del colegio para que esté limpio y que todos los alumnos se porten correctamente.

Con mis habilidades creo que puedo llevar a mi comunidad a un mejor nivel de seguridad.

Ser un mini policía es muy importante y tiene uno muchas responsabilidades para poder lograr que el lugar adonde vives sea mejor y más seguro para todos.

 

Alejandro Maurtua es peruano y vive en Lima. Cursa estudios en el quinto año en su Colegio.  Babelicus le da la bienvenida a este escritor en ciernes, que viene de familia de reconocidos periodistas.